jueves, 28 de mayo de 2009

El país de los perfectos

Hubo una vez una historia que nació y creció en forma de perfección. Era lo que a todos les gustaba en el país donde comienza esta historia, y donde todos trataban de hacer todas las cosas de una manera impecable. Desde el ámbito laboral hasta los quehaceres domésticos pasando por el tiempo de ocio: no había una camisa con mácula, un tornillo oxidado o una bisagra sin engrasar.
Las conversaciones, las palabras, los pensamientos. ¡Todo era perfecto!, no había ni una falta de ortografía, de expresión o de educación.
Resulta que un día uno de estos perfectos, uno que era escriba, lo hizo mal: cometió una falta de ortografía, y la juez, perfecta y diligente para con la ley, y fría y calculadora para con el reo declarado imperfecto condenó al destierro al escriba.
Desde la frontera el hombre mirando al país que lo expulsó pensaba una y otra vez en lo que había pasado, en el qué ocurría, si habían servido de algo alguna vez sus servicios a la comunidad que ahora le expulsaba. El porqué por una palabra se le condenaba al destierro, cuando había escrito incontables veces de forma correcta otras tantas. No entendía porqué no se contemplaba el olvido para esa falta corregible, ni para ninguna otra en realidad, porqué en su avanzada sociedad no existía el derecho a equivocarse.
Incomprendido por muchos y odiado por muchos otros había quedado para su pueblo al hacerse pública la falta, así que el destierro era lo mejor que le había podido pasar. La pena del destierro era la que había sustituido a la de muerte y a la cadena perpetua en su país, ya que el perdón era una de las máximas legales. Pero ese perdón implicaba expulsión, ya que su presencia le recordaría su falta al mundo. El perdón perfecto tiene que tener olvido, y para olvidar lo mejor es quitar de en medio al sujeto delictivo. Si no se le ve, nadie recordará su falta.
Se encogió de hombros y salió al mundo. Jamás volvería a cruzar esa frontera, ese muro de hormigón doble de diez metros de altura, diseñado para que nada contaminara su país. Se arrepentirán, pensó.
Viajó. Conoció a mucha gente, supo del bien, del mal, del perdón, de la venganza, de gente que no se obsesionaba con la perfección como en su país de origen, entre un largo etcétera que hace que este mundo no sea frío y calculador como la juez y la ley que aplica. El viajero disfrutó de su periplo hasta que se quedó sin dinero, por lo que comenzó a buscar trabajo. Tras un tiempo de haberse asentado encontró esposa, tuvo hijos, y hasta nietos.
Un día viendo las noticias mientras almorzaba con uno de sus hijos se enteró de que la perfección de su país de origen había sido arrasada por una especie de guerra civil, sin sangre, pero al fin y al cabo una guerra civil. Por un lado los perfectos que decían que la ignorancia era, en ocasiones como aquella, la felicidad, y querían seguir siendo seres uniformados y obsesivos (y no escuchar ni leer lo que decía “la octavilla”), pero cada vez quedaban muchos menos, pues cada vez que uno escuchaba su contenido cambiaba de bando sin remedio.
Por el otro lado se alineaban los que afirmaban que “la octavilla” llevaba razón y que no podía ser ignorada. Estos comenzaban a llevar una vida fuera de las estrictas leyes que solía defender la juez. Al parecer alguien había pagado a un piloto para que lanzara una octavilla por la ventana de su avión sobre la ciudad capital, afirmó el informativo.
El viejo exiliado rió para sus adentros. Posiblemente ese era el día más feliz de su vida. “La octavilla”, su octavilla decía que “lo único que hay de perfecto en los seres humanos es que todos somos perfectamente imperfectos”.

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