viernes, 29 de mayo de 2009

Un sutil cambio...

+++ Dramatis Personae:
Prólogo: Un libro que habla (de ti y por ti, por supuesto)
Lenore: Reina Muerte
Klaussius: Rey Sueño
Duende: Caballero y General

Prólogo- ¿Qué hacen juntos el Rey de los Sueños y la Reina Muerte?
Klaussius - Defender lo indefendible. Gobernar la Atlántida hasta su derrota. (Y cuando no quede nada que defender ya habrá tiempo para descansar).
Lenore - ¿De veras crees que llegará el día en el que no haya para defender o por lo que luchar?
Prólogo - Y... ¿Qué es la Atlántida?
Klaussius - No se trata de un país, sino del lugar dónde están todos tus sueños.
Lenore - Aquellos sueños que el mundo no quiere que alcances...
Klaussius - ¡Claro que no quedará nada por lo que luchar! ¡Al final nadie luchará por ellos y entonces dejarán de existir!
Prólogo - ¿Por qué les robas las almas?
Lenore - Porque no les hacen falta.
Prólogo - ¿Cómo?
Klaussius - No las saben utilizar... no saben utilizar su vida... no se merecen la Eternidad.
Lenore - Rey querido, ten en cuenta que en el instante en el que todo desaparezca será el fin de la humanidad. Porque mientras haya vida hay esperanza y viceversa...
Duende - ¡Rey! ¡Nagore ha vuelto a conquistar la provincia norte!
Klaussius - A la guerra, General Duende... a la guerra...
Prólogo - ¿Nagore?
Klaussius - Oh... si este reino, la Atlántida es el reino de lo que realmente queremos en nuestras vidas...
Lenore - Nagore es el reino de lo que la vida nos quiere imponer.
Duende - ¡Que se reunan los ejércitos de la Atlántida de nuevo! ¡Qué nos quieren borrar del mapa y no lo consentiremos!
Prólogo - Entiendo...
Klaussius - En el momento en el que todo desaparezca será el fin querida reina... en el momento en el que todo desaparezca no merecerá la pena luchar. Y descansaremos.
Prólogo - ...¿pero una guerra cruel?
Duende - Por mi dedo meñique, que no dejaré que nos aplasten como lo hicieron con todas las demas civilizaciones!
Y justo en ese momento en el que alzaba el puño... sacó su jugada y ante los ojos de los demás jugadores... no era un farol...
Poker de ases... (todos tréboles).
Klaussius – Bien hecho general.
Muerte – Los ejércitos están convocados.
Prólogo - ¿No es el enemigo el que ahora está sitiando el Palacio y el Bosque?
Los ejércitos de la Atlántida: El Rey, la Reina, Duende y un puñado reducido de quince seres extraños más, extrañamente armados, cuyos nombres no son desconocidos, se agruparon junto a la puerta del palacio de cristal. Desde el bosque de la flor azul se escuchaba una escaramuza. Las hadas que guardaban el bosque tenían sus propios problemas y no iban a poder acudir.
Luego una triste canción de cuna brotó de los labios de Klaussius, y con ella todo el palacio se llenó. Nadie más era capaz de entonar tal difícil nana, con sus giros, inflexiones y ritmos imposibles.
El Duende estaba listo, envuelto de esperanza, con su baraja de cartas y su jugada maestra, Klaussius, con su ropa de batalla, de oscuro brillante, sostenía la brillante y letal espada de Fuego Azul, Lenore envuelta en su capa oscura que ocultaba su rostro, con su larga y temida hoja curva y una rosa roja, marchita. Prólogo, simplemente, y de modo circunstancial observaba la escena.
Los ejércitos de Nagore, impresionantes, ataviados de brillantes armaduras, escudos, lanzas, hachas, espadas... con caballería en los flancos y arqueros en primera línea que protegían a sus infinitas filas de soldados. Detrás estaba la plana mayor del ejército enemigo.
Prólogo - ¿No son demasiados?
Lenore y Klaussius sonrieron, a la par que Duende elevaba su voz para soltar un grito salvaje y antiguo como el mundo. El grito de guerra de la Atlántida, que significaba “paz” en esa lengua más antigua que cualquier idioma que es la lengua de los sueños, resonó por todo el campo de batalla, llenando de estupor al enemigo, que observaba cómo la carga de los defensores del palacio iba a ser decidida y firme. Prólogo se dispuso a la batalla, desarmado, entre lágrimas de tinta.

Klaussius – Sé quién eres
Lenore – Pero ya no es quien fue
Prólogo – No... ahora soy de vosotros
Duende – Y antes eras de ellos... ¡espía arrepentido! Te otorgo tu propia arma. O la clave para conseguirla.
Prólogo - ¿De qué arma me hablas?
Klaussius – Es obvio... tú eres tu propia arma.
Lenore – Tú eres tu propia alma.

Y la carga comenzó. Los hechiceros no pudieron detener con sus explosiones a los que defendían el palacio, que más que defender atacaban. Tampoco lo hicieron las flechas, aunque fueran incendiarias, ni las lanzas de la primera línea, a partir de la cual cada uno luchó por su lado.

Lenore avanzaba en silencio entre las filas enemigas, y a medida que segaba las almas con su hoja, la rosa roja que llevaba en la mano iba saciándose y recuperando su frescor.

Klaussius atravesaba la voluntad de los hombres y mujeres que se le oponían con su espada de fuego azul, dejándolos dormidos o paralizados de miedo hacia ellos mismos.

Duende simplemente repartía sonrisas con las cartas de su baraja, de una alegría tan sincera que nadie sabía capaz de devolver, por lo que casi todos los que las veían se sentían desgraciados y abandonaban sus puestos.

Pero eran demasiados. La flor de muerte se sació completamente y dejó de absorber almas. La espada de fuego azul dejó de brillar, opaca ya de la negrura de las voluntades que arrasaba y Duende terminó con la última carta. Y todavía quedaban numerosos enemigos. Sólo Prólogo, aturdido, no había participado en la batalla. Ya habían caído el resto de defensores.

Prólogo vacilante avanzó, revestido de las hojas que componían su cuerpo, y se acercó a los tres supervivientes que estaban siendo rodeados por completo.

Klaussius – Estamos perdidos.

Lenore asintió. Duende esbozó su última sonrisa, esta vez amarga.

Entonces Prólogo decidió deshacerse en mil pedazos que invadieron el campo de batalla, dando un hueco para la retirada a sus majestades y al general. La verdad esparcida en mil pedazos, el sacrificio de Prólogo, les dio esa oportunidad de huir.

El palacio estaba casi en ruinas por el incesante ataque enemigo. El bosque quemado y moribundo. Y sólo quedaba un hada, que tosía sangre, maltrecha y herida, en los sótanos del palacio, entre los cimientos. El ejército de Nagore había vencido, por fin, la última de las batallas que la Atlántida había perdido por los siglos de los siglos, y la última que libraría. Klaussius, Lenore y Duende habían sido malheridos durante la retirada del combate, tras el acto de Prólogo, y también agonizaban con los estertores de su propio final.

Implacable, Nagore construyó en poco tiempo su propia parodia de mundo de títeres sobre los restos del palacio, usando los cimientos que fueron al final un mausoleo. Hoy dónde se alzaba el palacio de los sueños hay edificios de viviendas, sobre el campo de batalla oficinas, un centro comercial sobre el bosque de la flor azul y las excavaciones del metro amenazan con descubrir los restos de los que cayeron tras la batalla, junto con los cuerpos dormidos en sus heridas de muerte, de un hada, Klaussius, Lenore y Duende.

Claro que de cuando en cuando, en superficie, sobre las aceras que hacen de azotea del mundo olvidado, una flor azul brota, y es en ese momento cuando una triste canción de cuna brota del aire, y con ella todo se llena. Nadie es capaz de entonar tal difícil nana, con sus giros, inflexiones y ritmos imposibles, que la televisión achaca procedentes del viento o de fantasmas del pasado, ya que el olvido (típica característica del conquistador) hizo presa de la historia.

Y es que si casi nadie conoce la magia de la Atlántida en este mundo es porque este mundo se empeñó en acabar con ella.

La hermosa letra de tal canción, en la antigua lengua de los sueños pregunta...

Los pocos que conocen esta historia saben que la canción viene del rumor que quedó tras la explosión de Prólogo... ese libro que habló (de ti y por ti... por supuesto).

Guerra, enfermedad, hambre, pobreza
¿Seguro que perteneces a este mundo?
¡De esta cuadrícula eres esclavo!
¡Un contrato que antes de nacer has firmado!
- Acusado ¡Al estrado!
¿Volver a Fracasar? Dicen que es de humanos...
Interés, Desencanto, Injusticia, Llantos...
¿Seguro que perteneces a este mundo?
¿O es lo que te hacen creer?
¡Cambia de estado!

+++ Epílogo

¿De veras crees que llegará el día en el que no haya para defender o por lo que luchar?

Y ahora respondes tú.

jueves, 28 de mayo de 2009

El país de los perfectos

Hubo una vez una historia que nació y creció en forma de perfección. Era lo que a todos les gustaba en el país donde comienza esta historia, y donde todos trataban de hacer todas las cosas de una manera impecable. Desde el ámbito laboral hasta los quehaceres domésticos pasando por el tiempo de ocio: no había una camisa con mácula, un tornillo oxidado o una bisagra sin engrasar.
Las conversaciones, las palabras, los pensamientos. ¡Todo era perfecto!, no había ni una falta de ortografía, de expresión o de educación.
Resulta que un día uno de estos perfectos, uno que era escriba, lo hizo mal: cometió una falta de ortografía, y la juez, perfecta y diligente para con la ley, y fría y calculadora para con el reo declarado imperfecto condenó al destierro al escriba.
Desde la frontera el hombre mirando al país que lo expulsó pensaba una y otra vez en lo que había pasado, en el qué ocurría, si habían servido de algo alguna vez sus servicios a la comunidad que ahora le expulsaba. El porqué por una palabra se le condenaba al destierro, cuando había escrito incontables veces de forma correcta otras tantas. No entendía porqué no se contemplaba el olvido para esa falta corregible, ni para ninguna otra en realidad, porqué en su avanzada sociedad no existía el derecho a equivocarse.
Incomprendido por muchos y odiado por muchos otros había quedado para su pueblo al hacerse pública la falta, así que el destierro era lo mejor que le había podido pasar. La pena del destierro era la que había sustituido a la de muerte y a la cadena perpetua en su país, ya que el perdón era una de las máximas legales. Pero ese perdón implicaba expulsión, ya que su presencia le recordaría su falta al mundo. El perdón perfecto tiene que tener olvido, y para olvidar lo mejor es quitar de en medio al sujeto delictivo. Si no se le ve, nadie recordará su falta.
Se encogió de hombros y salió al mundo. Jamás volvería a cruzar esa frontera, ese muro de hormigón doble de diez metros de altura, diseñado para que nada contaminara su país. Se arrepentirán, pensó.
Viajó. Conoció a mucha gente, supo del bien, del mal, del perdón, de la venganza, de gente que no se obsesionaba con la perfección como en su país de origen, entre un largo etcétera que hace que este mundo no sea frío y calculador como la juez y la ley que aplica. El viajero disfrutó de su periplo hasta que se quedó sin dinero, por lo que comenzó a buscar trabajo. Tras un tiempo de haberse asentado encontró esposa, tuvo hijos, y hasta nietos.
Un día viendo las noticias mientras almorzaba con uno de sus hijos se enteró de que la perfección de su país de origen había sido arrasada por una especie de guerra civil, sin sangre, pero al fin y al cabo una guerra civil. Por un lado los perfectos que decían que la ignorancia era, en ocasiones como aquella, la felicidad, y querían seguir siendo seres uniformados y obsesivos (y no escuchar ni leer lo que decía “la octavilla”), pero cada vez quedaban muchos menos, pues cada vez que uno escuchaba su contenido cambiaba de bando sin remedio.
Por el otro lado se alineaban los que afirmaban que “la octavilla” llevaba razón y que no podía ser ignorada. Estos comenzaban a llevar una vida fuera de las estrictas leyes que solía defender la juez. Al parecer alguien había pagado a un piloto para que lanzara una octavilla por la ventana de su avión sobre la ciudad capital, afirmó el informativo.
El viejo exiliado rió para sus adentros. Posiblemente ese era el día más feliz de su vida. “La octavilla”, su octavilla decía que “lo único que hay de perfecto en los seres humanos es que todos somos perfectamente imperfectos”.

martes, 26 de mayo de 2009

Shine

Shine brillaba desde la última hora de la tarde hasta la primera hora de la mañana.

Shine bailaba, localizaba a su presa con ojos de halcón y astuta como una serpiente en sus piernas se enroscaba.

Shine brillaba desde la última hora de la tarde hasta la primera hora de la mañana y bailaba.

Shine las besaba, su pasión se desbordaba, más que comer devoraba, y vaciaba.

Shine brillaba desde la última hora de la tarde hasta la primera hora de la mañana, bailaba y vaciaba.

Shine se trataba de llenar con lo que quitaba a sus presas pero nada la saciaba, hueca y amargada siempre se quedaba.

Shine brillaba desde la última hora de la tarde hasta la primera hora de la mañana, bailaba, vaciaba y lloraba.

Shine triste y desolada veía crecer surcos en su cara, su mirada de sueños quedaba despoblada. Shine ya no brillaba.
Shine brillaba desde la última hora de la tarde hasta la primera hora de la mañana, bailaba, vaciaba, lloraba... y envejecía.

Shine desesperada, a su juventud marchita vivía abrazada, para el Amor olvidada, Shine a Cupido odiaba y atacaba, siempre, a la misma hora, cuando la mañana llegaba.

Shine engreída, seguía brillando sóla, y más que nadie, así quien lo describió aseguraba, desde la última hora de la tarde hasta la primera hora de la mañana. Shine se resistía a cambiar. Shine nunca cambiaba.

Hasta que un día se cansó, sus ruegos comenzaron a latir desde su corazón. Por primera vez en su vida, no fue su rostro, sino su alma la que brilló.

Shine alada.

Shine deseada.

Shine amada.

Shine olvidada.

Y ese día fue el día en el que Shine descubrió, por fin, el verdadero amor.

Shine, pues, por fin, fue amada, y dejó de brillar desde la última hora de la tarde hasta la primera hora de la mañana para hacerlo durante toda la jornada.

Si con esto una sonrisa te he arrancado, el objetivo de este relato ha sido logrado, aunque en caso de que así no fuera, por lo menos algo te habrás preguntado, ¿está preparado tu corazón para ser como el de Shine, alado, o acaso seguirás a tu máscara aferrado?

domingo, 24 de mayo de 2009

Prostituta de papel

Nadie recordaba que había estado allí, adornando el hueco a la altura de la escalera de la madrugada, cubierta de polvo y con poco uso, la novia de nadie que muchos pagan, sexo de bajo precio a préstamo en el bloque F, estante 451, hogar de la virgen flor de papel situada junto al farolillo rojo de la salida de incendios.

Nadie recoge nunca el lomo de rubor carmesí, llamativo vestido complemento a su título dorado, aunque todos se fijan en él. Acaba en el bidón del reciclaje del funcionario ahorrador de espacios.

Y la máquina la observa, trituradora de papel infame, y se apiada del olor a nuevo de sus páginas comenzando el idilio, enamorada de lo que va a devorar inexorable en su trabajo.

El libro virgen de la vida que saluda a la destructora de historias, la ladrona de sueños: la cruel realidad... La asesina de musas.

¡A Wo!

Los ojos de aquel hombre brillaban dulces a la luz del Sol. La playa de sus mejillas enmarcaba sus facciones y una sonrisa equivalente a la que tendría alguien que se baña en el mar para besar a su amor verdadero, aun lejos del hormiguero madrileño colindante a su hogar. Y a pesar de todo su expresión externa no podía compararse a la interna, porque en su interior siempre guardaba y para sí, el mejor de sus pensamientos.

Era, su voz lo decía, paciente y metódico, capaz de hacer con sus argumentos que un león abandonara la ferocidad y el salvajismo de su naturaleza para que se dedicara a leer a Shakespeare. Era joven de espíritu, aunque la vida se hubiera dedicado a darle golpecitos con un poco de más mala leche que la que suele tener con el resto, siendo esto porque le bastaba una palabra para detener cualquiera de esas cosas que amenazaban con que su felicidad interna dejara de brillar.

Además se trataba de una persona en la que se podía confiar, porque en su trato superaba la exquisitez, en muchos aspectos, por no decir en todos. Quizás por ello sea un hombre que despierte tanta admiración al que escribe y a muchos otros, porque sabe mantenerse firmes en situaciones que amilanarían a cualquier otro.

Lo mejor de todo es que no le movía ningún interés superior al de estar bien y ser feliz, pero no por egoísmo, sino por no tener que ver mal a otros.

En definitiva: era el tipo más honrado que cualquiera podría llevarse a la cara.

La guadaña invisible

No era precisamente la forma que el Soldado hubiera escogido para morir, pero el caso es que estaba a punto de estarlo. No le sorprendía: él solito se lo había buscado... demasiadas miradas malintencionadas a esa chica de aquel pueblo habían hecho que la figura de la guadaña le echara un vistazo cada cinco de sus minutos infinitos.
Quizás si se hubiera dignado a oir además de a intuir hubiera sabido que el soldado, aunque mal-mirón, tenía motivos para vivir.

De hecho, se dio cuenta a medida de que la discusión avanzaba, de que el cordón de su vida peligraba tanto como puede peligrar la estabilidad de un trabajo temporal.

La muerte iba al tipo correspondiente, desde luego, ese fin, cuando supo que no era el momento. Uno de esos mensajes enviados por cierta divinidad que hasta la muerte le daba repelús.

-Mierda - pronunció la parca a la vez que una bala salía silbando en dirección al soldado, un estruendo al ser disparada directamente a la cabeza.

La guadaña invisible trazó un arco imposible para parar la bala en una de las mayores acrobacias que la huesuda figura de negro había realizado jamás, y eso que practicaba en sus ratos libres.

El mafioso que había disparado se quedó atónito, más que nada porque no había fallado jamás un tiro tan claro y tan a bocajarro, aunque la realidad era que el afilado instrumento de agricultura utilizado por la protagonista había desviado la trayectoria.

- No me pagan por salvar vidas... ¡su puta madre! - Y segó el hilo de la vida del mafioso, esta vez sí, con un giro de guadaña algo menos complejo nacido de su fustración. Al fin y al cabo estaba bien instruída y ese era su trabajo: un golpecito, y una vida que dejaba de molestar al fin a un alma.

La banda del mafioso llegó a la conclusión de que el corazón de su mejor tirador no había soportado que fallara un disparo tan fácil en dirección al que le tiraba los trastos a su chica.

Así es la vida, y así es la muerte. Es lo que tiene.